martes, 20 de diciembre de 2016

AMÍLCAR BARCA (Galería de ilustraciones TRILOGÍA DE ANÍBAL IV)


La Trilogía de Aníbal está concebida de modo que las novelas transcurren durante el tiempo en que cada uno de los tres grandes Bárquidas estuvo al frente de los cartagineses en la península Ibérica. El heredero de Tartessos es el tiempo de Amílcar, mientras que El cáliz de Melqart retrata el principado de Asdrúbal. En ambas novelas aparece también de forma destacada Aníbal, claro está, aunque su papel protagonista no llega hasta la tercera novela, que no tardará en salir del horno.

Así que ya iba siendo hora de que en esta galería de ilustraciones apareciera el gran Amílcar Barca, el que con su desembarco en Gadir en el año 237 a. C. cambió el rumbo de la Historia y situó a Ispania como gran teatro de operaciones en la lucha por el poder en el mundo antiguo. Amílcar llegaba tras haber combatido a los romanos en Sicilia y a los mercenarios amotinados en la propia Cartago, y estaba decidido a conquistar una nueva área de influencia y de explotación de recursos para el poder cartaginés. Es un hombre curtido en campañas militares y en la lucha contra sus rivales políticos en Cartago, y no está dispuesto a detenerse ante nada.

La escena con la que presentamos al personaje, concebida y espléndidamente realizada por Sandra Delgado, está inspirada en uno de los momentos críticos de El heredero de Tartessos (pág. 358):

Mientras Gimialcón corría a cumplir sus órdenes, el Bárquida montó en su caballo, alzó la cabeza y cerró los ojos con una suerte de fatigada indolencia. En todo su derredor los collados comenzaban a hacerse visibles, como colosales túmulos emergiendo de las entrañas de una vasta oscuridad escarlata.
       -El día llega preñado de sangre -dijo, mirando por fin a su hijo-, y Baal Hammón está impaciente porque comencemos a derramarla.

lunes, 12 de diciembre de 2016

DOMUS ÁUREA: El sueño enterrado de Nerón




Paseamos con nuestros cascos amarillos, siguiendo los pasos y las explicaciones de la guía, Valeria, por los corredores de la Domus Áurea, la mansión enterrada de Nerón. El sentido práctico de Trajano la desnudó un día del oro y el mármol que la cubrían por entero, y arrancó todo lo que consideró valioso, incluso las tuberías de plomo del ninfeo de Ulises y Polifemo en el que ahora prestamos atención al silencio, sobrecogidos. Después colmó las habitaciones de tierra prensada para servirle de cimiento a las termas que quería regalarle al pueblo de Roma, a la ciudad y a su propia memoria. Tan solo quedaron en su lugar las grandes estancias misteriosas, las pinturas sutiles y esa maravillosa sala octogonal que parece entrañar áureas proporciones de belleza que no conseguimos terminar de aprehender. Tal vez hayan sido ya olvidadas, como los sueños de Nerón.